Todo era parte
del encanto
Los viajes de Papá al rio Amazonas, a las
Rocallosas, a la Selva Negra, a los parques nacionales de Eslovenia etc., etc.
son legendarios y hablan de la atracción que la naturaleza ejercía sobre él y
también sobre Mamá, que aunque no los iniciaba, siempre era materia dispuesta. Estos
son conocidos porque Papá nos hablaba mucho de ellos. Cuando la familia era
joven y antes que él y Mamá pudieran viajar tanto, Papá ejercía su gusto por la
naturaleza de otra manera menos conocida excepto por quienes lo experimentamos
y gozamos.
Cuando te quería convencer de algo bueno para
ti, Papá siempre contaba con argumentos irresistibles. Así Javier y yo acabamos
en el grupo 21 de los scouts
(lobatos). Sus argumentos en este caso provinieron sin duda de esa pasión que
tuvo por la naturaleza y el descubrimiento de sitios de belleza inesperada o
recóndita o las dos cosas. Tuvo razón porque lo que más recuerdo de los scouts no era necesariamente las
amistades entrañables que hubiera cosechado o lo que haya aprendido para
sobrevivir en la selva, sino más bien las docenas de sitios que visitamos y el
olor a fogata durante los campamentos a Valle de Bravo, Peñas Cargadas, Las Estacas, Los
Azufres, Zempoala, Hacienda de Conde de Regla, los Gigantes de Tula y otros
lugares que ya no recuerdo de nombre.
Otra manifestación de la
atracción de Papá por la naturaleza fue su empeño en organizar viajes de "día de campo" prácticamente cada
semana. Para este fin, Papá y Mamá tuvieron, a lo largo de muchos años, tres
camionetas en sucesión: la Plymouth azul, la Chevrolet Malibu y la Ford verde
con paneles de imitación madera. Antes de la primera y después de la última, la
familia era más pequeña. Ya sea porque todavía no éramos todos los que
ahora somos o porque algunos de los que somos, ya habíamos dejado la casa
familiar o porque éramos adolecentes... En esto contrastábamos con otras
familias de amistades que preferían ir al club o buscar entretenimiento en la
ciudad - o en casa.
Papá y Mamá definitivamente tenían mucha pasión
por estos viajes, primero porque salir con múltiples niños, cargando con lo necesario para proveer sustento y diversión, era
todo un bata clan; exigía profunda motivación y tolerancia por el caos. Segundo,
porque en dos ocasiones hicimos, en las camionetas aludidas, viajes de gran
envergadura: uno en el 1959 o 60 a Durango vía Mazatlán y otro en 1962 hasta la
ciudad de Nueva York vía Texas, Luisiana,
Tennessee, Mississippi, Virginia, Washington, Maryland, Delaware, Pennsylvania,
New Jersey y... de regreso. Los motivos y los destinos nunca faltaban: a
visitar a algún pariente olvidado de provincia, a visitar algún sitio
arqueológico, a pasear a un visitante internacional o, simplemente, ir al
"campo". Esto último quería decir coger cualquier carretera,
detenernos en cualquier sitio, tranquilo, sombreado y de buen aspecto en donde pudiéramos
estacionar la camioneta, abrir la puerta de atrás (que se abría hacia abajo
para formar una mesa) y distribuir la comida. Después, correr un poco, treparse
a algunos árboles, cazar uno o dos tigres en la maleza, andar en bicicleta a
campo-traviesa, correr con el perro (sí, todo eso era parte del cargamento) y
exasperar a Papá y Mamá con algún pleito, chichón, fractura o algo similar. Después,
recoger, contar niños y emprender el regreso. Todo era parte del encanto.
Las miles de diapositivas que Papá tomaba con
su Voigtländer registran las bellezas
naturales a que nos expuso así como los momentos más presentables de esos
viajes.
Eso fue muy formativo para mí por dos razones,
por un lado la apreciación de la naturaleza y del incomparable territorio
mexicano y por otro, la tolerancia por la incomodidad de estos viajes en que
todos (incluyendo Papá y Mamá) teníamos que ejercer la práctica y arte de la
flexibilidad física y mental. Si no por convicción, por amor a la paz. Así,
aprendimos a controlar, el hambre, el cansancio y las ganas de ir al baño. Experimentamos el pánico y
la angustia (o en algunos casos la excitación) de perder hermanos (as) en
bosques, mercados y ciudades ajenas;
encuentros desafortunados entre el coche y vacas o venados y otros terrores de
viajar por carreteras angostas, en la obscuridad o, en su oportunidad, bajo
condiciones climatológicas perversas. Estas últimas vicisitudes nos hacían
rezar en silencio -para no delatar alguna falta de confianza en Papá o Mamá
(aunque a veces me preguntaba si no tenía compañía en mis plegarias o si era el
único que clavaba las uñas en la vestidura del coche cuando, por ejemplo, la
intensidad de la lluvia impedía ver para donde seguía la carretera). Me acuerdo
en particular cuando subimos al cráter del Nevado de Toluca un día frío y sin
sol, a lo largo de una carretera de aspecto improvisado que cuando no se desvanecía
bajo la envoltura de una bruma densa, se confundía con la ladera de ceniza
arenosa y negra del volcán por donde, pensaba yo, nos íbamos a despeñar en cualquier momento. No
gocé mi visita a cráter porque sabía lo que seguía: el descenso por el mismo
camino -y posiblemente el último. Tenía mucha confianza en Papá pero la verdad
es que, desde la perspectiva exagerada de un niño, el precipicio estaba muy
empinado y la ceniza demasiado suelta para contar con ella para
sostener una camioneta cargada con la familia entera. Todo era parte del
encanto.
Por cierto en todos nuestros viajes no había
excusas para dejar de observar la obligación de la misa y en consecuencia
conocimos igualmente muchas iglesias coloniales, obscuras, en pueblos remotos y
sobrecargados de olores simultáneos a claveles, incienso y fritangas en donde
nos sometíamos a sermones que se alargaban por las reverberaciones sobre los
muros que los hacían incomprensibles. Todo era parte del encanto.
Recordando nuestro último gran encuentro con el
abuelo, hace un año, no es ni irónico ni sorprendente que ocurrió en uno de
estos viajes familiares. Esta vez a Malinalco; con misa, arqueología y todo lo
demás. Todo era parte del encanto.
Robi,
Septiembre 2012